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Cultura Por Raul Gutiérrez

La tristeza extraordinaria del leopardo de las nieves, de Joca ReinersTerron

Fragmento…..

Esa noche cumplirían dos años y medio sin salir de la casa. La Sra. X acomodó el lunch en la bolsa, bajaron la escalera y se subieron al taxi. Por la ventana, señaló la enorme luna detrás de los árboles. La criatura nunca había visto su propia piel bajo una luz natural tan directa. Blancuzcas y secas, las heridas de la piel expuesta de su puño parecían curadas, pese a ser recientes.
Avanzaron en silencio por avenidas y parques vacíos, mientras las nubes cubrían la luna. Hacía frío, pero no mucho. Un poco antes, al entrar en el coche estacionado en el garaje, la Sra. X le había ordenado al taxista que se dirigiera a Nocturama, el nuevo sector del zoológico de la ciudad dedicado a los animales nocturnos.
Sin rezongar o mostrar mala gana por recibir una llamada a esas alturas de la noche, el hombre arrancó. Después, cuando ya estaban en camino, pensó que la vida era una especie de partitura interpretada por un pianista manco ante un público de sordos. Esas dos formarían parte de la sinfonía de aquella noche, afirmó en su declaración; eran las notas musicales perdidas que al fin habían vuelto a casa.
En aquella ocasión, la Sra. X le agradecía a Dios la oportunidad de pasear con la criatura por última vez. Hacía tanto, tanto tiempo. Ya no sabía de qué estaban hechos el cielo, las nubes, el suelo allá afuera. El motor del coche no emitía ningún ruido, y eso incrementaba la sensación de que estaban inmóviles, congelados por el aire nocturno. La criatura se retiró un poco el gorro rojo de la frente para observar mejor los reflejos en la oscuridad del asfalto. Estaba tan liso que podía verse el brillo de las estrellas en su superficie.
Sólo un instante —el tiempo necesario para que el taxista la viera en el retrovisor— y tenía los ojos fijos en él. Un pedazo visible de la piel de la cara de la criatura bastó para darle escalofríos al taxista, que desvió la mirada. Guantes de cuero negro, pelos erizados, así la describió. Ojos color sangre.
La Méditation, de Satie, empezó a sonar en el radio. Los acordes espaciados del piano modulaban el movimiento en las calles casi sin tráfico, iluminadas por la luna entre torres negras de edificios apagados. Mientras la criatura volvía a cubrirse la cabeza y se hundía en la parte sombría del asiento trasero, la Sra. X percibió el susto del hombre. Después, justo frente a mí, recordó que en aquel preciso instante le había rogado al Señor que el paseo nocturno en el zoológico no le trajera más problemas.
Hacía menos de un mes que el zoológico de São Paulo había empezado a programar visitas nocturnas en el nuevo parque. La Sra. X no cabía en sí de felicidad cuando vio las noticias en la televisión. Se trataba de una oportunidad poco común de pasear con la criatura, según afirmó, una dádiva del Señor, venía en un momento espléndido, ella ya no podía más. Sin dudarlo, llamó al teléfono que anunciaban en el noticiario y pudo conseguir dos pases para la primera excursión. Era mucha suerte, una verdadera señal de que Dios veía por ellas, la Divina Providencia en acción.
El zoológico había creado Nocturama para que los visitantes entraran en contacto con los animales de hábitos nocturnos, así como con otros animales que en condiciones normales vivirían de día, como el leopardo de las nieves, que había perdido a su compañera y caído en una depresión. Con el noticiario, la Sra. X descubrió que había animales que sufrían trastornos de comportamiento no muy distintos a los que sufren las personas, y que por eso empezaban a vivir de noche. El aislamiento prolongado, así como la aversión a los visitantes, que cometían crueldades todos los malditos días, entre otros factores, ocasionaba cambios extraños. Antes de deprimirse, por ejemplo, el leopardo de las nieves había manifestado una agresividad peculiar contra niños de un tamaño semejante al de la criatura.
El paseo nocturno consistía en tres horas de caminata en medio de la jungla, entre las jaulas. Todo Nocturama estaba pensado para evocar una expedición por la naturaleza salvaje, aunque ese nuevo sector del parque no estaba muy lejos del perímetro urbano. No estaba permitido usar linternas, celulares o cualquier otro dispositivo que emitiera luz artificial. Sólo se podían sacar fotos sin flash. Había un solo aspecto del paseo nocturno que preocupaba a la Sra. X: otras veces, como en su intento frustrado de ir al drive-in, algunas personas habían reaccionado mal ante la presencia de la criatura y habían creído que estaba ahí para promover el estreno de alguna película de terror.
En otro momento se había suscitado otra circunstancia igualmente peligrosa en una plaza de Higienópolis. Cuando el episodio del drive-in, la criatura era más pequeña, así que tal vez no se acordaba casi de nada. Cuando la visita a la plaza, sin embargo, ocurrida hacía dos años, ya era un poco más grande, o al menos eso parecía, y la había asustado el pánico de la multitud de ancianas que alimentaban a los gatos. Las referencias a la edad de la criatura no son, evidentemente, sino conjeturas de la Sra. X. Por eso hacía tanto tiempo que no salían a la calle. Dios veía por ellas, pero nada les costaba evitar esa clase de pruebas. La Sra. X cree que el Señor no le niega su auxilio a nadie, pero tampoco le gusta que lo auxilien. Y murmuró otra oración sólo porque creía en eso con mucho fervor.
Desde hacía mucho tiempo, la Sra. X había dejado de reflexionar sobre las consecuencias de verse limitada a vivir sólo por la noche. Después de aceptar a la criatura bajo su responsabilidad, sus hábitos diurnos, como les había pasado a los animales de Nocturama, se fueron alterando poco a poco, según declaró, y finalmente se adaptó a su nueva condición. Al principio la Sra. X extrañaba los lugares luminosos, como las orillas del lago que había cerca de la casa de su familia, en su infancia, o la playa que le gustaba tanto visitar cada invierno. Llegó a soñar seguido con ellos. Pero a todo se acostumbra uno en esta vida, declaró, y al decirlo afirmó que sería capaz de soportar dificultades todavía más grandes: sólo tendría que conservar su fe para lograrlo. La oración constante no sólo tuvo el efecto de fortalecer su creencia en el Señor, sino que le ayudó a mejorar su concentración. Desde niña, la Sra. X había tenido problemas para leer, por ejemplo, o hasta para ver una película completa en la televisión. De algún modo, vivir únicamente de noche le apaciguó el espíritu.
La simple restricción atenuó sus ansias de salir durante el día y hasta su deseo de ver a otras personas. Para que eso sucediera, fue esencial observar el metabolismo de la criatura: al contemplarla, la Sra. X descubrió que el Señor no imponía la prisa ni admitía la desesperación. Pobre criatura de Dios, pobrecita. Constreñida por las limitaciones cotidianas, a su paciente le gustaba leer. Pasaba tardes enteras sumergida en los libros. Tenía hábitos de lectura bastante maduros para alguien que no medía más de un metro y medio de altura (según las averiguaciones de la policía, un metro veinticinco centímetros de altura, y treinta y dos kilos de peso).
A la Sra. X le parecía raro acercarse a un libro que no fuera la Sagrada Biblia. Pero hasta eso había cambiado con su adaptación al nuevo huso horario. En sus tardes libres, mientras la criatura descansaba o se escondía bajo el sofá en su nido lleno de pelos, se había puesto a explorar la biblioteca de la casona.