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Cultura Por Raul Gutiérrez

Recuerdos de Chernóbil, de Guillermo Sheridan

uando la planta nuclear de Chernóbil, en lo que entonces era la Unión Soviética, explotó y roció de plutonio enriquecido a varios millones de habitantes y otras tantas hectáreas del continente europeo convirtiéndolos en una probeta llena de carcinomas, yo seguía en Norwich con mi familia.
Todas las noches veíamos dónde andaba la nube que había salido de Chernóbil: tenía aproximadamente el tamaño de Francia y se movía con los vientos caprichosos. Cuando la locutora de la bbc decía que había movido hacia Finlandia, dejábamos de aguantar la respiración. A la mañana siguiente volvíamos a aguantarla hasta saber en dónde andaba. La paranoia estaba desatada. La gente se arremolinaba en los supermercados tratando de comprar agua embotellada, leche en polvo y colecitas de Bruselas congeladas antes de la explosión.
Los verdaderos problemas comenzaron la tarde en la que el Hijito regresó del jardín muy emocionado por haber encontrado un pájaro muerto, que traía en la manita. Después de que lo tallamos dos horas con fab (al niño), informó que se lo había encontrado junto al estanque. Al fondo del jardín, vecino al patio de una escuela llena de aprendices de punk, estaba ese estanque cuya profundidad siempre ignoramos y donde vivían unas ranas algo histéricas.
Enterré el cadáver del pájaro en un montón de abono, cubriéndome las manos con bolsas de plástico y le prohibimos al niño acercarse al estanque. Esa noche estábamos más ansiosos que nunca, esperando que la locutora dijera dónde andaba la nube. Si anda por arriba del estanque, me dije, estamos perfectamente jodidos todos ustedes (como decía un político mexicano ya difunto).
La nube andaba por Alemania. Sin embargo al día siguiente hubo dos pájaros muertos y tres el día después. Lo que había comenzado como un pánico normal comenzó a convertirse en pánico excesivo. Cada mañana me cubría de plástico y tapabocas para ir a inventariar pájaros muertos.
Estábamos hartos de aguantar la respiración y ya nos salía leche en polvo mezclada con colecitas de Bruselas por las orejas.
El día que hubo siete pájaros muertos, decidí consultar a Dora, la vecina, que era bióloga. Nunca imaginé los problemas en que eso habría de meternos. Bombacha, boquipuntiaguda, su nombre completo era Dora Highbrow y vivía con Bobby Highbrow. Otro vecino nos había comentado antes que era un escándalo, pero que se sospechaba que Dora y Bobby no estaban casados. Bobby era un gato calicó de treinta kilos. Yo, que respeto la unión libre, no me escandalicé. Dora estaba convencida de que hablaba muy bien el español pues entendía bien mi inglés. Sin embargo se empeñaba en vocalizar muy lentamente cuando me hablaba. Cuando le conté lo de los pájaros dio tres pasos en reversa hacia su casa tapándose la boca con la mano y diciendo: “Oh, dear!” (expresión que significa “Ay, querido” —no era que entre Mrs. Highbrow y yo hubiera algo: Bobby era celoso y ella era vieja—, pero que en realidad es como decir “Qué barbaridad”). Una vez adentro de su casa, la escuché llamar a gritos a Bobby para contarle las malas nuevas.
Nos sentimos como leprosos. Esa noche la nube se acercó al norte de Escocia. Ahora sí el pánico comenzó a acelerarse. Se organizaban brigadas que soplaban hacia el norte con objeto de impedir que cruzara la Muralla de Adriano. Pensé en la conveniencia de regresar a México. Me imaginaba al Hijito eructando burbujas de zonzilio fosforescente por la boca que iba a salirle en la nuca.
Fue entonces cuando la señora Highbrow, seguramente aconsejada por Bobby, decidió delatarnos. A la mañana siguiente tocaron la puerta dos hombres vestidos de astronautas que llegaron en un camión con el techo lleno de radares. Cuando iba a preguntar qué se les ofrecía metieron a mi boca un contador Geiger bastante desabrido. Eran cruelmente eficientes, como deduje de que se negasen a beber una taza de té. Comenzaron a leer con su contador Geiger toda la casa: el pan blanco sobre la mesa, el excusado, los pasaportes, el disco del Flaco Ibáñez.
Finalmente preguntaron por el estanque. Se meneaban como osos mientras nos dirigíamos a él. Había tres pájaros muertos y uno agonizante. Mientras le pasaban el contador Geiger, vi a Mrs. Highbrow y a Bobby pertrechados en la ventana de su casa, cubiertos con sendos tapabocas. Los hombres tomaron muestras del agua, secuestraron una rana y pidieron ver el cementerio de pájaros muertos. Al exhumar los cadáveres dijeron: “¡Ay, querido…!”
Pusieron todo lo que confiscaron en bolsas de plástico y me advirtieron cortésmente que se pondrían en contacto. El fondo del jardín era ya como una tierra ignota de la que, en cualquier momento, emanarían unas ranas mutantes de dos metros, con colmillos de cristal chorreando sangre, rugiendo como un mofle mexicano. Por si fuera poco, Dora y Bobby se encargaron de platicarle a los vecinos lo que sucedía en el Mexican’spond. El cartero aventaba las cartas desde lejos, al niño lo sentaron hasta atrás del salón, el chofer del autobús nos negaba la parada. Hasta la princesa Diana nos miraba feo en la tele cuando bautizaba un submarino.
Días más tarde llegó un oficial de la oficina de salubridad. Explicó que los pájaros se habían muerto por la culpa de la escuela que colindaba con el jardín. Rociaban ahí la basura con un veneno especial para aniquilar ratas inglesas: les provocaba una sed terrible y cuando bebían el veneno las enviaba a vénganos tu reino. Pues bien: los pájaros también comían ese veneno, bebían agua en nuestro pondy se morían. No había rastro de radioactividad. Le pedí, por favorcito, que le repitiera eso a Dora Highbrow.
Todo volvió a la normalidad. La nube iba y regresaba por el mapa de la bbc con cierta indecisión hasta que, eventualmente, dejó de aparecer. Desde luego que toda Europa estaba chernobileada, pero estaba claro que había que dejar atrás el episodio y ya. La locutora regresó a las catástrofes habituales, es decir, el clima. En la tele, la princesa Diana se sonrojó como apenada por lo que hacen en la escuelas inglesas para matar ratas. Meses más tarde, Bobby asesinó a Dora para quedarse con la herencia. Regresamos a México. Laguna Verde, la planta nuclear orgullosamente diseñada y construida por ingenieros mexicanos en el estado de Veracruz, según el presidente como se llame, ya casi iba a estar lista. Inevitablemente, pensé en la que se va armar el día en que Laguna Verde estalle, porque va a estallar, arrastrando consigo un buen porcentaje de la cultura occidental. Pensé precaverme, esconder dinero para pagar las mordidas que exigirán los inspectores cuyos contadores Geiger no van a servir, almacenar agua, leche en polvo, huaunzontles congelados.
Supuse luego que era inútil porque, cuando suceda, nadie va a enterarse. El gobierno no va a decir nada y, en caso de que diga algo (cuando no sea posible evadir más el hecho de que el Golfo de México se ponga amarillo canario y amanezca junto a la ciudad de Puebla), seguramente será en el sentido de que todo estaba calculado, cómo todo funcionó adecuadamente, cómo nuestros heroicos juanes, etcétera. La tragedia de Laguna Verde se mutará en un gran triunfo; nosotros nos mutaremos en unas como marimbas de tripas; una de las bocas de Lolita Ayala dirá que no hay ni una sola nube en ningún lado y el pri declarará, encendido de fervor, que ahora sí, por fin, “¡La radioactividad es para todos!

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