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De Portada Por Raul Gutiérrez

Y Cuba, con Raúl, se abrió al mundo

La Revolución Cubana tuvo en sus inicios una relación tormentosa con la Iglesia Católica. Fidel Castro, más ateo que marxista, se las tuvo que ver con algunos sacerdotes que no veían con buenos ojos a los barbudos de la Sierra Maestra. En esos primeros años de exaltación revolucionaria, el nuevo régimen expulsó a varias decenas de religiosos. Otros fueron condenados a penas de prisión por comportamientos «contrarrevolucionarios», aunque no llegaron a entrar en la cárcel gracias a las gestiones realizadas por el nuncio del Vaticano, monseñor Cesare Zacchi, un hombre clave para la Iglesia en la convulsa Cuba de finales de los 50 y principios de los 60. Pero pese a todo el fervor revolucionario de esos años y a las críticas de muchos cardenales de Roma hacia el nuevo gobierno, Castro no llegó a romper los lazos con el Vaticano.

Con altibajos en su relación bilateral, Cuba ha mantenido un canal de comunicación abierto con la Santa Sede durante más de medio siglo. Esa sintonía ha quedado plasmada recientemente con la mediación realizada por el papa Francisco para que llegaran a buen término las negociaciones entre La Habana y Washington. Tanto Barack Obama como Raúl Castro destacaron el papel del Papa en el proceso de deshielo cuando anunciaron en diciembre el restablecimiento de relaciones diplomáticas.

El Vaticano ya había tratado de sacar a Cuba de su aislamiento mucho antes. El viaje de Juan Pablo II a la isla en enero de 1998 fue todo un acontecimiento histórico. Su visita venía gestándose desde hacía más de una década. El líder cubano ya había expresado en 1985 su deseo de que el Papa visitara la isla. En el libro «Fidel y la religión», el Comandante, formado en el colegio de jesuitas de Santiago de Cuba, le confesaba al teólogo brasileño Frei Betto: «Estoy absolutamente convencido de que la visita del Papa sería útil y positiva para la Iglesia, para Cuba y para el Tercer Mundo, pero requiere que las condiciones sean propicias y adecuadas para ese encuentro».

Tuvieron que pasar 13 años para que se cumplieran los deseos de Fidel, y Karol Wojtyla pronunciara la frase por la que sería recordado aquel viaje: «Que Cuba se abra con todas sus magníficas posibilidades al mundo y que el mundo se abra a Cuba». Pero ni la isla se abrió al mundo ni viceversa. Castro impulsaría poco tiempo después su última ofensiva ideológica, conocida como «la batalla de las ideas». Y Estados Unidos, por su parte, seguiría manteniendo un embargo económico que ha asfixiado y sigue asfixiando a los cubanos.

En aquella ocasión, el Vaticano no logró su propósito: acabar con el último fleco de la Guerra Fría. Fue, sin embargo, un viaje provechoso para la Iglesia cubana. El papa polaco logró la liberación de varios disidentes, la declaración festiva del día de Navidad y la autorización para la entrada en Cuba de más sacerdotes. A partir de entonces, la jerarquía católica fue aumentando su presencia institucional en la isla. Con el tiempo, el arzobispo de La Habana, Jaime Ortega, iría ganando peso y participaría en las futuras negociaciones para la liberación de decenas de disidentes, ya con Raúl Castro como presidente. Mientras la jerarquía eclesiástica daba el visto bueno a la tímida apertura económica impulsada por Raúl, el mandatario permitió que las misas se fueran regularizando en todo el país.

La Cuba que recibirá a Francisco en septiembre será muy diferente a la que vio Juan Pablo II (incluso a la que visitó Benedicto XVI en 2012). El deshielo entre Washington y La Habana ha provocado un auge de nuevos negocios de emprendedores cubanos. Y varias empresas de Europa y Estados Unidos planean ya su desembarco en una isla que, ahora sí, parece decidida a abrirse al mundo, aunque sea por pura necesidad.

Y Cuba, con Raúl, se abrió al mundo